La paz duele. Siempre ha dolido y en Colombia, donde las cosas son muy diferentes, aquí la paz también hiere. Es jodido. Cuando una la vive no la valora, está ahí porque debe estarlo, y tampoco se va a desvanecer, ya la conseguimos, pues que se quede.
Pero cuando uno carece de ella, alcanzarla, poder gozarla es, seguramente uno de los procesos más dolorosos que una comunidad puede sufrir. Y seguramente eso es lo que la esta sociedad no sabe, o no es consciente del via crucis que supone un proceso de paz. Una de las razones fundamentales es que los gobernantes del país, y mucho menos el propio Santos, no le han explicado bien a los colombianos los numeroso pasos y sufridos que hay que dar antes de ver los primeros brotes de esperanza. Vamos, que para no poner en peligro una supuesta reelección no nos han dicho: mi gente, aquí van a tener que aguantar mentiras, insultos, tragar litros de saliva, cabeza fría, y soportar los “razonamientos” de las FARC como si fueran la cosa más natural del mundo.
Por eso creo que a Colombia no se le ha preparado para esta etapa, porque muchos esperan que esto sea fácil y, desde aquí les digo, que lejos de serlo, tiene pinta de convertirse en un camino tortuoso, largo y de aguante.
Que la sociedad reaccione así ante un hecho que no conoce, me parece lógico. Ahora, lo que me desconcierta es que muchos analistas se rasguen las vestiduras al escuchar los discursos de «Iván Márquez» o de «Timochenko», y los tilden de engañar al pueblo y de mentir. ¿Acaso esperaban otra cosa? Nunca, en ningún proceso de paz en el mundo, una de las partes se ha presentado como la culpable, como la causante de un profundo dolor al que ha sometido a miles o millones de personas durante años. Muchos expertos no quieren un proceso de paz. Quieren una total y absoluta rendición. Y la verdad, no veo ningún problema a ese camino. Pero que se le llame por su nombre, que se le exija como tal al presidente de este país y a su gabinete, que no se escuden en la palabra mágica (paz) para mostrar abiertamente sus deseos. Que lo digan: quiero ver a todos los dirigentes de las FARC en la cárcel o muertos, que paguen minuto a minuto todo el mal que han causado a mi pueblo, y que se sepa bien claro que Colombia no negocia ni con asesinos ni con narcotraficantes. Oigan, y una gran parte de este hermoso país los aplaudiría y les daría la razón. No hay que esconderse.
El problema es que esa vía es aún más difícil que la que se está explorando en estos momentos. No es lo mismo acabar con 600 que con 6.000. No es lo mismo subyugar a un grupo más o menos organizado, que a un ejército. Y porque la rendición, al final, no conlleva en ningún momento el perdón. Y creo, sinceramente, y corríjanme si me equivoco, que aquí hace mucha falta aprender a perdonar y a que se nos perdone, para poder no sólo poder estabilizar una realidad colombiana, si no poder desarrollarla y consolidarla. Visibilizarla como merece, y obtener los frutos que, desde hace años, debería haber recogido.
Los procesos de paz son difíciles, trágicos, dolorosos, irritantes y hasta insultantes. Pero si se hacen como deben, si se manejan escrupulosamente y con el mayor de los respetos a la sociedad civil, que al final es la víctima de todo esto, conllevan uno de los estados más maravillosos y especiales a los que aspira el ser humano. Vivir en paz. Y eso, les aseguro, vale todos los esfuerzos del mundo.